Se nos escaparon vivos. Ésa es la moraleja de la gran epopeya
cinematográfica dirigida a mediados de los años 70 por Bernardo
Bertolucci, Novecento. En la
época del compromiso histórico, el
cineasta de Parma recordaba, a modo de advertencia, en qué había
quedado aquel otro gran compromiso, el de finales de la Segunda
Guerra Mundial: el gran acuerdo al que habían llegado el capital,
por un lado, una vez despojado de sus pieles fascistas, y el trabajo,
a través de sus organizaciones históricas, en el caso de Italia, el
poderoso Partido Comunista. A pesar de las grandes conquistas
sociales, del pleno empleo, de los derechos laborales, se les habían
escapado vivos, y ahí estaban, gobernando las instituciones,
impidiendo por todos los medios que la izquierda llegase al poder, y,
sobre todo, esperando su momento de pasar al contraataque.
En los años setenta se les volvieron a escapar vivos, y esta vez,
además, coleando. En este caso la derrota fue monumental. La
oligarquía italiana, los Estados Unidos y el Vaticano llevaban desde
el final de la Segunda Guerra Mundial recurriendo a todos los métodos
a su alcance para impedir que los comunistas llegaran al poder a
través de las urnas, desde la propaganda negra hasta el terrorismo
de Estado, pasando por la corrupción y la mafia, minando hasta
límites insospechados el sistema democrático parlamentario
italiano, y cuando finalmente consiguieron apartar de manera
definitiva a los comunistas, lo que quedó fue un sistema
insoportablemente corrupto y putrefacto, que llevó al hundimiento a
principios de los noventa a los partidos políticos tradicionales, y
con ellos a la I República. Ese hundimiento se llevó por delante
también, por cierto, al propio PCI, que se hizo el hara-kiri,
disolviéndose y después fraccionándose.
Lo que ha ocurrido después, a lo
largo de la nefasta II República, no ha sido otra cosa que un lento
declinar de una nación que supo sobreponerse al fascismo y a la
destrucción de la guerra, y que en los treinta años siguientes dio
a la cultura universal algunos de sus más brillantes genios, entre
los que se me ocurre mencionar, por ejemplo, al propio Bertolucci, a
Visconti, Fellini, De Sicca, Pasolini, Moravia, Lampedusa, Calvino o
Sciascia.
La comparación de esa Italia con la actual es absolutamente
desoladora. Y esto se debe, quizás
no solamente, pero sí sobre
todo, al reflujo de la izquierda, de la izquierda real, la izquierda
transformadora, no sólo en las instituciones republicanas, sino en
la vida cotidiana misma. Desaparecida la izquierda, lo que ha quedado
es la más absoluta podredumbre: la podredumbre moral, vital,
económica e institucional del berlusconismo, que no ha sido otra
cosa que la vía italiana al capitalismo,
es decir, la forma autóctona en que el capitalismo triunfante se ha
impuesto en Italia. Donde en
su momento estuvo Visconti,
ahora queda Telecinco.
Donde
Pasolini, las Mama Ciccio.
Pero los árboles del berlusconismo
no deben impedirnos ver el bosque. Gobiernan, en Italia como en el
resto de Europa, aquéllos que en su día emprendieron una brutal
cruzada contra el comunismo y la izquierda transformadora en general,
prometiéndonos que con el libre mercado seríamos más altos, más
guapos y más ricos. Y sin embargo resulta que el capitalismo era
esto: guerras perpetuas de colonización, paro masivo, miseria,
desigualdad y corrupción, y además, un modelo cultural paupérrimo,
por inexistente, al que ha sustituido una industria del
entretenimiento basada cada vez más en el embrutecimiento. Resulta
irónico, o irritante, o casi grotesco, leer a Popper hoy en día,
cuando ya tenemos la experiencia de lo que son realmente las
sociedades “abiertas”, no otra cosa que el humo que nos vendieron
publicistas como él, y cómo se abren las sociedades “cerradas”,
con los abrelatas de los marines americanos, los terroristas de la
red Gladio o los dictadores militares.
Que se lo digan a los italianos.
Aunque seguro que ya ni se acuerdan de los años de plomo, con tanto
escándalo, tanto bunga bunga y tanta velina entre medias. En veinte
años todo ha sido devastado, y en primer lugar, la conciencia
crítica. Cunden la desorientación y el hartazgo, pero sobre todo
los palos de ciego. Sólo así se explican los resultados de las
elecciones, de los que caben tantas interpretaciones, lo cual es
también síntoma de desorientación.
Unos cuantos italianos han votado al
Partido Democrático, al que la mayoría de los medios se empeñan en
considerar todavía “de centro-izquierda”, pero ante cuya
victoria los especuladores (“los mercados”) daban palmas. Otros
lo han hecho por el partido de Silvio Berlusconi, muchos menos por
Mario Monti, el anterior primer ministro “tecnócrata” impuesto
por la UE y, finalmente, una mayoría de votantes se han decantado
por el partido de un cómico muy conocido, Beppo Grillo, cuyas
propuestas programáticas eran, cuanto menos, ambiguas, y cuyo
principales activos han sido su denuncia constante a la clase
política corrupta, sin buscar las causas estructurales de la
corrupción, y la novedad. No hace falta ser muy perspicaz para
constatar que un movimiento que se basa en principios tan livianos
está condenado de antemano a la fugacidad. Sin embargo, está
cumpliendo, si quiera inconscientemente (Dios me libre de
conspiranoias), su papel: por un lado, llena un vacío en el ámbito
político cada vez más amplio, y por el otro, canaliza el odio y el
descontento existentes hacia una clase política corrupta sin exigir
demasiadas complicaciones teóricas a una población acostumbrada al
embrutecimiento y la infantilización de los mass media, y
deseosa de respuestas sencillas, enemigos bien visibles y chivos
expiatorios, ofreciéndoles a cambio un cúmulo de indefiniciones y
vaguedades que, en el fondo, no alteran en lo más mínimo las
relaciones de explotación propias del capitalismo. ¿A nadie le
suena esto? Y sin embargo, lo que realmente preocupa a sus amos, y
los nuestros, de la Unión Europea, es que se forme cuanto antes un
gobierno que continúe, como sus predecesores, con los recortes.
Parece que ya se han puesto manos a la obra. Y mientras tanto, el
país transalpino, otrora glorioso, persiste en su hundimiento, en
una decadencia que parece no tener fin, demostrando hasta qué punto
la de Murphy parece ser hoy en día en nuestro continente la más
válida de las leyes.
Una reflexión muy interesante La verdad es que sí me suena, pero me da miedo nombrarlo...
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