jueves, 21 de febrero de 2013

¿Qué debate? ¿Qué estado? ¿Qué nación?


 Es razonable la tendencia humana a mantener los rituales, a aferrarse a ellos, incluso cuando han perdido casi por completo su sentido originario, pues en determinadas situaciones, sobre todo las más dramáticas o desesperadas, el ritual simula la normalidad, la calma, frente al caos que nos rodea.
Así ocurre con nuestro cada vez más descompuesto sistema parlamentario: que aún intenta guardar las formas, por pretender dar una sensación de normalidad “democrática”, de orden, que ya no existe de ningún modo. De este modo, esta semana ha tenido lugar el Debate sobre el Estado de la Nación que se celebra, salvo excepciones de “normalidad democrática”, anualmente. Acerca del supuesto contenido del supuesto debate, casi nada que decir, salvo lo obvio: que el gobierno de turno ha defendido su gestión y la oposición la ha criticado.
Resulta curioso también comprobar cómo la prensa conserva también su ritual de dar un “ganador” al supuesto debate, como si eso le importase hoy en día a alguien, más allá de a los propios fieles, que, como reflejan las encuestas de opinión, cada vez son menos.
Y es que hablar de “debate”, casi igual que hablar de “parlamento”, resulta casi grotesco, cuando lo que realmente ocurre es un diálogo para besugos en el cual el representante del gobierno suelta su diatriba mientras sus hooligans le ovacionan para que luego hable el representante del “principal partido de la oposición” y sus hooligans le ovacionen, y después hablen los demás.
Cuando alguien, algún político o algún periodista, se refiere al parlamento español, el Congreso de los Diputados, como “el lugar donde reside la soberanía nacional”, a uno le dan ganas de echarse a reír, o a llorar, o directamente al monte, pues no cabe mejor metáfora gráfica de lo que está ocurriendo actualmente en Europa que los parlamentos de Grecia o España protegidos de la ira de la gente, a la que supuestamente representan, por centenares de policías antidisturbios, mientras en su interior se aprueban leyes que asfixian a la mayoría de la población. Los “representantes del pueblo” asediados por el propio pueblo y protegidos por aquéllos en cuyas porras está, en último término, la garantía de que la ley va a ser cumplida.
Decía Locke que la legitimidad de una determinada forma de gobierno reposaba en el consentimiento de los gobernados. Sin riesgo de equivocarnos, por lo que ha pasado en nuestro país podríamos ir más allá en esa afirmación, y sostener que una forma de gobierno, por muy corrupta que sea, es consentida por la mayoría de la población mientras existe un bienestar generalizado. Ahora bien, cuando ese bienestar se esfuma, ¿qué es lo que ocurre? A la vista está.
También hablaba Locke del derecho legítimo del pueblo a la rebelión, aunque con mucho miedo, como buena gente de orden que era, celoso de sus propiedades y de las de sus compañero de clase social. El mismo miedo que muestran ahora los representantes de la “izquierda institucional” ante el desbordamiento social, desde la mayoría de los burócratas de la cúpula del PSOE hasta los de las propias de CCOO y UGT.
Pero no nos perdamos.
La semana pasada nos visitó uno de los máximos representantes de nuestros verdaderos amos: Mario Draghi, ex de Goldman Sachs, participante directo en la falsificación de las cuentas griegas con que se topó Papandreu en 2009, cuando alcanzó la presidencia de su país, y actual presidente del Banco Central Europeo. Cabe detenerse brevemente aquí para denunciar, las veces que haga falta, que el BCE no es solamente una institución que escapa a todo control democrático por parte de la ciudadanía europea, si la hubiera, sino que a él deben obediencia, no sólo las opacas instituciones de la UE, sino también los propios parlamentos nacionales de sus países miembros. Y si alguien lo duda, que se dé un paseo por el Tratado de Lisboa, remiendo de la fallida, por suerte, Constitución Europea que los franceses y los holandeses echaron atrás en masa allá por 2005, cuando los adosados brotaban como setas por doquier.
El señor Draghi se presentó en nuestro parlamento, “sede de la soberanía nacional”, para comprobar, como se diría ahora, en esta extraña jerga imbecilizante que tan de moda se ha puesto por parte de periodistas, políticos y burócratas varios, “que se estaban haciendo los deberes” por parte de nuestro gobierno, o, para ser más precisos, el suyo. Porque semejante muestra de invasión de la soberanía no hace más que evidenciar, de una forma sorprendentemente explícita, quién manda aquí, y quién obedece. El colmo de lo grotesco llegó por parte del propio Draghi, al solicitar que su comparecencia fuese a puerta cerrada, de espaldas al pueblo al cual, supuestamente, ese parlamento representa, y más aún el celo servil con que el Presidente del Congreso, Jesús Posadas, tercera autoridad de este país, se prestó a obedecerle, autorizando el uso de inhibidores de frecuencia que impidieron la retransmisión de la felonía vía streaming por parte de dos diputados de la Izquierda Plural.
De ese mismo parlamento fueron expulsados, también la semana pasada, también por ese Presidente del Congreso que se comporta como cualquier carguito intermedio, servicial con su jefe, feroz con sus subordinados, los miembros de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas que se habían dejado la piel recogiendo casi un millón y medio de firmas para que en el parlamento, sede de la soberanía nacional, se debatiese, al menos, un problema que afecta a millones de compatriotas, y al que el señor Draghi no dedicó ni un segundo de su tiempo en su estancia en nuestro país. He ahí la utilidad actual del parlamento, y su verdadera función hoy en día.
Me van a disculpar que cite a Carl Schmitt, pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. “En algunos Estados, el parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de que todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general despreciada, clase”.
Se puede decir más alto, pero no más claro. ¿O sí?
Decidir una vez cada cierto número de años qué miembros de la clase dominante han de oprimir y aplastar al pueblo en el parlamento: he aquí la verdadera esencia del parlamentarismo burgués, no sólo en las monarquías constitucionales parlamentarias sino en las repúblicas más democráticas”.
Ésta es de Lenin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario