Es razonable la tendencia humana a mantener los rituales, a aferrarse
a ellos, incluso cuando han perdido casi por completo su sentido
originario, pues en determinadas situaciones, sobre todo las más
dramáticas o desesperadas, el ritual simula la normalidad, la calma,
frente al caos que nos rodea.
Así ocurre con nuestro cada vez más descompuesto sistema
parlamentario: que aún intenta guardar las formas, por pretender dar
una sensación de normalidad “democrática”, de orden, que ya no
existe de ningún modo. De este modo, esta semana ha tenido lugar el
Debate sobre el Estado de la Nación que se celebra, salvo
excepciones de “normalidad democrática”, anualmente. Acerca del
supuesto contenido del supuesto debate, casi nada que decir, salvo lo
obvio: que el gobierno de turno ha defendido su gestión y la
oposición la ha criticado.
Resulta curioso también comprobar cómo la prensa conserva también
su ritual de dar un “ganador” al supuesto debate, como si eso le
importase hoy en día a alguien, más allá de a los propios fieles,
que, como reflejan las encuestas de opinión, cada vez son menos.
Y es que hablar de “debate”, casi igual que hablar de
“parlamento”, resulta casi grotesco, cuando lo que realmente
ocurre es un diálogo para besugos en el cual el representante del
gobierno suelta su diatriba mientras sus hooligans le ovacionan para
que luego hable el representante del “principal partido de la
oposición” y sus hooligans le ovacionen, y después hablen los
demás.
Cuando alguien, algún político o algún periodista, se refiere al
parlamento español, el Congreso de los Diputados, como “el lugar
donde reside la soberanía nacional”, a uno le dan ganas de echarse
a reír, o a llorar, o directamente al monte, pues no cabe mejor
metáfora gráfica de lo que está ocurriendo actualmente en Europa
que los parlamentos de Grecia o España protegidos de la ira de la
gente, a la que supuestamente representan, por centenares de policías
antidisturbios, mientras en su interior se aprueban leyes que
asfixian a la mayoría de la población. Los “representantes del
pueblo” asediados por el propio pueblo y protegidos por aquéllos
en cuyas porras está, en último término, la garantía de que la
ley va a ser cumplida.
Decía Locke que la legitimidad de una determinada forma de gobierno
reposaba en el consentimiento de los gobernados. Sin riesgo de
equivocarnos, por lo que ha pasado en nuestro país podríamos ir más
allá en esa afirmación, y sostener que una forma de gobierno, por
muy corrupta que sea, es consentida por la mayoría de la población
mientras existe un bienestar generalizado. Ahora bien, cuando ese
bienestar se esfuma, ¿qué es lo que ocurre? A la vista está.
También hablaba Locke del derecho legítimo del pueblo a la
rebelión, aunque con mucho miedo, como buena gente de orden que era,
celoso de sus propiedades y de las de sus compañero de clase social.
El mismo miedo que muestran ahora los representantes de la “izquierda
institucional” ante el desbordamiento social, desde la mayoría de
los burócratas de la cúpula del PSOE hasta los de las propias de
CCOO y UGT.
Pero no nos perdamos.
La semana pasada nos visitó uno de los máximos representantes de
nuestros verdaderos amos: Mario Draghi, ex de Goldman Sachs,
participante directo en la falsificación de las cuentas griegas con
que se topó Papandreu en 2009, cuando alcanzó la presidencia de su
país, y actual presidente del Banco Central Europeo. Cabe detenerse
brevemente aquí para denunciar, las veces que haga falta, que el BCE
no es solamente una institución que escapa a todo control
democrático por parte de la ciudadanía europea, si la hubiera, sino
que a él deben obediencia, no sólo las opacas instituciones de la
UE, sino también los propios parlamentos nacionales de sus países
miembros. Y si alguien lo duda, que se dé un paseo por el Tratado de
Lisboa, remiendo de la fallida, por suerte, Constitución Europea
que los franceses y los holandeses echaron atrás en masa allá por
2005, cuando los adosados brotaban como setas por doquier.
El señor Draghi se presentó en nuestro parlamento, “sede de la
soberanía nacional”, para comprobar, como se diría ahora, en esta
extraña jerga imbecilizante que tan de moda se ha puesto por parte
de periodistas, políticos y burócratas varios, “que se estaban
haciendo los deberes” por parte de nuestro gobierno, o, para ser
más precisos, el suyo. Porque semejante muestra de invasión de la
soberanía no hace más que evidenciar, de una forma
sorprendentemente explícita, quién manda aquí, y quién obedece.
El colmo de lo grotesco llegó por parte del propio Draghi, al
solicitar que su comparecencia fuese a puerta cerrada, de espaldas al
pueblo al cual, supuestamente, ese parlamento representa, y más aún
el celo servil con que el Presidente del Congreso, Jesús Posadas,
tercera autoridad de este país, se prestó a obedecerle, autorizando
el uso de inhibidores de frecuencia que impidieron la retransmisión
de la felonía vía streaming
por parte de dos diputados de la Izquierda Plural.
De ese mismo parlamento fueron expulsados, también la semana pasada,
también por ese Presidente del Congreso que se comporta como
cualquier carguito intermedio, servicial con su jefe, feroz con sus
subordinados, los miembros de la Plataforma de Afectados por las
Hipotecas que se habían dejado la piel recogiendo casi un millón y
medio de firmas para que en el parlamento, sede de la soberanía
nacional, se debatiese, al menos, un problema que afecta a millones
de compatriotas, y al que el señor Draghi no dedicó ni un segundo
de su tiempo en su estancia en nuestro país. He ahí la utilidad
actual del parlamento, y su verdadera función hoy en día.
Me van a disculpar que cite a Carl
Schmitt, pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su
porquero. “En
algunos Estados, el parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de
que todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de
botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la
política, lejos de ser el cometido de una élite, ha llegado a ser
el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general
despreciada, clase”.
Se puede decir más
alto, pero no más claro. ¿O sí?
“Decidir una
vez cada cierto número de años qué miembros de la clase dominante
han de oprimir y aplastar al pueblo en el parlamento: he aquí la
verdadera esencia del parlamentarismo burgués, no sólo en las
monarquías constitucionales parlamentarias sino en las repúblicas
más democráticas”.
Ésta
es de Lenin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario