Sostenía el sociólogo italiano Vilfredo Pareto que era positivo
para los gobernantes promover la libertad de expresión entre sus
gobernados, pues de esta manera podrían conocer sus gustos, sus
deseos y sus quejas, y así les resultaría más fácil gobernarlos.
En un principio podría resultar sorprendente semejante afirmación
proviniendo de un pensador que vio con simpatía el advenimiento al
poder de Musolini, y a quien el Duce nombró
senador vitalicio, pero de ella podrían extraerse al menos dos
conclusiones:
- la primera, que la ausencia de
libertad de expresión puede llegar a ser un factor determinante en
el debilitamiento del régimen que la reprime, pues levanta un muro
de silencio e incomprensión entre los gobernados y los gobernantes
que puede llegar a ser letal para éstos. De esta manera, ha ocurrido
con cierta frecuencia que, en países donde la libertad de expresión
era casi nula, los dictadores han sido los más sorprendidos a la
hora de ver cómo sus pueblos se levantaban contra ellos. Así le
ocurrió, por ejemplo, a Ceaucescu en 1989.
- La segunda, que los regímenes
parlamentarios actuales han tomado bien en cuenta la lección.
En las sociedades occidentales la
opinión de la ciudadanía se pulsa continuamente a través de
centenares de encuestas, estudios de opinión y de mercado y, desde
el desarrollo e implantación en nuestras vidas cotidianas de las
nuevas tecnologías, a través también de las redes sociales. Todo,
casi absolutamente todo lo que deseamos, sentimos, pensamos u
opinamos acerca de tal o cual cuestión, está perfectamente
guardado, ordenado y clasificado como nunca jamás lo había estado
antes en la Historia. En una sociedad verdaderamente democrática,
ese conocimiento podría traducirse casi inmediatamente como la
relación de confianza entre el pueblo y sus representantes. Sin
embargo, en la nuestra, todos esos estudios de opinión no son otra
cosa, en manos del gobierno, la policía y los poderes económicos,
que técnicas de sometimiento y control de la población. No se trata
de conocer los problemas de la mayoría para intentar solucionarlos,
como tampoco se busca conocer la opinión de la gente acerca de tal o
cual cuestión de interés general para hacer que dicha opinión rija
el accionar del gobierno, sino todo lo contrario. Si se pulsa el
ánimo de la población, es solamente para encontrar los medios más
oportunos en cada momento para domesticarla y encauzarla.
Esta promoción de la libertad de
expresión entre el pueblo llano contrasta sobremanera con el
silencio que suelen mantener las élites políticas y económicas. De
ellas conocemos, por norma general, el discurso oficial, aquél que
es manoseado por un ejército de sociólogos, politólogos,
psicólogos, publicistas y demás “expertos en comunicación”
antes de llegar a nuestros oídos. Sin embargo, de vez en cuando ese
velo de monotonía es rasgado por algún micrófono que se ha quedado
abierto, y de repente, si bien de manera fugaz, podemos disfrutar
también nosotros, simple pueblo, de las bondades de la libertad de
expresión, comprobando qué es lo que piensa realmente el político
o el burocratilla de turno, y lo poco que suele tener que ver con el
discurso oficial.
Lo mismo ocurre con la oligarquía
económica, si bien sus miembros son más celosos a la hora de
expresar sus deseos en público; para eso tienen a sus propios
periodistas que lo hacen por ellos. No hay más que leer las columnas
de Salvador Sostres en El Mundo, por ejemplo, para
comprobar hasta qué punto este bufón no hace más que expresar lo
que realmente piensan los grandes capitalistas, y cuál es su
verdadero proyecto político y social. Que determinados miembros de
la patronal expongan con cada vez más frecuencia en público su
postura acerca de tal o cual tema (que suele tener que ver con la
pérdida de derechos de tal o cual colectivo de trabajadores, o de
todos en general), obedece a la exigencia de transformar cada una de
esas exposiciones en un decreto-ley por parte de un gobierno para el
cual, de manera cada vez más evidente, los deseos de la patronal son
órdenes.
Ocurre además en nuestro país que
últimamente oficiales de alto rango se han decidido también a
mostrar en público su opinión acerca del conflicto con Cataluña, y
al que esto escribe le ha dado por sospechar que, si el ejército
tenía restringidos ciertos derechos, como el propio de la libertad
de expresión, no tenía otro interés que el de ocultar a la opinión
pública los ideales de aquéllos en cuyas armas reposa,
supuestamente, en último término nuestra soberanía nacional.
Resulta que se nos había vendido la moto en los últimos 30 años de
que la cúpula de nuestro ejército se había democratizado, a base
también de tenerlo entretenido en lejanas guerras de rapiña bajo la
tutela del amigo americano, pero en cuanto a algún oficial le da por
salirse del guión y eructar lo que piensa, le sale el africanismo
que lleva dentro, y los demás nos damos cuenta de que seguimos en
manos de los mismos que han dirigido este país en, al menos, los
últimos cien años.
Así, el pasado mes de agosto, un
coronel exclamó, ante la posibilidad de la independencia de
Cataluña, que ésta sería “por encima de su cadáver”.
Por desgracia, conociendo la
historia de nuestro país, sabemos que cuando un coronel utiliza esta
expresión, suele referirse más bien a los cadáveres de los demás.
Esta misma semana, otro general ha sugerido que estaría justificada
una intervención militar ante la declaración soberanista del
Parlament, y ha aludido al artículo 8 de la Constitución. Varias
consideraciones caben al respecto: la primera, la arbitrariedad con
que estos oficiales aluden a la Carta Magna. No parece que se hayan
echado la mano a la cartuchera mientras el paro se dispara en España,
aumentan la miseria y las desigualdades, no se respetan los derechos
fundamentales de la mayoría y nuestro país ha vendido su soberanía
política y económica a la OTAN, la UE y el FMI. Y
visto que parece que la unidad de España les preocupa más a
nuestros oficiales que los propios españoles, tal vez sería lícito
preguntarles, dado que parecen dispuestos a ello: ¿cuántos
compatriotas estarían dispuestos a sacrificar por mantener la unidad
territorial de nuestro país?
No espero respuesta. Pero defiendo
que se sigan expresando libremente, para que los demás sepamos al
menos a qué atenernos. Que hablen todos, el gobierno, los
empresarios, los banqueros, el Rey. Que hablen.
Que hablen, sí.
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