domingo, 3 de marzo de 2013

Que hablen


 Sostenía el sociólogo italiano Vilfredo Pareto que era positivo para los gobernantes promover la libertad de expresión entre sus gobernados, pues de esta manera podrían conocer sus gustos, sus deseos y sus quejas, y así les resultaría más fácil gobernarlos. En un principio podría resultar sorprendente semejante afirmación proviniendo de un pensador que vio con simpatía el advenimiento al poder de Musolini, y a quien el Duce nombró senador vitalicio, pero de ella podrían extraerse al menos dos conclusiones:
- la primera, que la ausencia de libertad de expresión puede llegar a ser un factor determinante en el debilitamiento del régimen que la reprime, pues levanta un muro de silencio e incomprensión entre los gobernados y los gobernantes que puede llegar a ser letal para éstos. De esta manera, ha ocurrido con cierta frecuencia que, en países donde la libertad de expresión era casi nula, los dictadores han sido los más sorprendidos a la hora de ver cómo sus pueblos se levantaban contra ellos. Así le ocurrió, por ejemplo, a Ceaucescu en 1989.
- La segunda, que los regímenes parlamentarios actuales han tomado bien en cuenta la lección.
En las sociedades occidentales la opinión de la ciudadanía se pulsa continuamente a través de centenares de encuestas, estudios de opinión y de mercado y, desde el desarrollo e implantación en nuestras vidas cotidianas de las nuevas tecnologías, a través también de las redes sociales. Todo, casi absolutamente todo lo que deseamos, sentimos, pensamos u opinamos acerca de tal o cual cuestión, está perfectamente guardado, ordenado y clasificado como nunca jamás lo había estado antes en la Historia. En una sociedad verdaderamente democrática, ese conocimiento podría traducirse casi inmediatamente como la relación de confianza entre el pueblo y sus representantes. Sin embargo, en la nuestra, todos esos estudios de opinión no son otra cosa, en manos del gobierno, la policía y los poderes económicos, que técnicas de sometimiento y control de la población. No se trata de conocer los problemas de la mayoría para intentar solucionarlos, como tampoco se busca conocer la opinión de la gente acerca de tal o cual cuestión de interés general para hacer que dicha opinión rija el accionar del gobierno, sino todo lo contrario. Si se pulsa el ánimo de la población, es solamente para encontrar los medios más oportunos en cada momento para domesticarla y encauzarla.
Esta promoción de la libertad de expresión entre el pueblo llano contrasta sobremanera con el silencio que suelen mantener las élites políticas y económicas. De ellas conocemos, por norma general, el discurso oficial, aquél que es manoseado por un ejército de sociólogos, politólogos, psicólogos, publicistas y demás “expertos en comunicación” antes de llegar a nuestros oídos. Sin embargo, de vez en cuando ese velo de monotonía es rasgado por algún micrófono que se ha quedado abierto, y de repente, si bien de manera fugaz, podemos disfrutar también nosotros, simple pueblo, de las bondades de la libertad de expresión, comprobando qué es lo que piensa realmente el político o el burocratilla de turno, y lo poco que suele tener que ver con el discurso oficial.
Lo mismo ocurre con la oligarquía económica, si bien sus miembros son más celosos a la hora de expresar sus deseos en público; para eso tienen a sus propios periodistas que lo hacen por ellos. No hay más que leer las columnas de Salvador Sostres en El Mundo, por ejemplo, para comprobar hasta qué punto este bufón no hace más que expresar lo que realmente piensan los grandes capitalistas, y cuál es su verdadero proyecto político y social. Que determinados miembros de la patronal expongan con cada vez más frecuencia en público su postura acerca de tal o cual tema (que suele tener que ver con la pérdida de derechos de tal o cual colectivo de trabajadores, o de todos en general), obedece a la exigencia de transformar cada una de esas exposiciones en un decreto-ley por parte de un gobierno para el cual, de manera cada vez más evidente, los deseos de la patronal son órdenes.
Ocurre además en nuestro país que últimamente oficiales de alto rango se han decidido también a mostrar en público su opinión acerca del conflicto con Cataluña, y al que esto escribe le ha dado por sospechar que, si el ejército tenía restringidos ciertos derechos, como el propio de la libertad de expresión, no tenía otro interés que el de ocultar a la opinión pública los ideales de aquéllos en cuyas armas reposa, supuestamente, en último término nuestra soberanía nacional. Resulta que se nos había vendido la moto en los últimos 30 años de que la cúpula de nuestro ejército se había democratizado, a base también de tenerlo entretenido en lejanas guerras de rapiña bajo la tutela del amigo americano, pero en cuanto a algún oficial le da por salirse del guión y eructar lo que piensa, le sale el africanismo que lleva dentro, y los demás nos damos cuenta de que seguimos en manos de los mismos que han dirigido este país en, al menos, los últimos cien años.
Así, el pasado mes de agosto, un coronel exclamó, ante la posibilidad de la independencia de Cataluña, que ésta sería “por encima de su cadáver”. Por desgracia, conociendo la historia de nuestro país, sabemos que cuando un coronel utiliza esta expresión, suele referirse más bien a los cadáveres de los demás. Esta misma semana, otro general ha sugerido que estaría justificada una intervención militar ante la declaración soberanista del Parlament, y ha aludido al artículo 8 de la Constitución. Varias consideraciones caben al respecto: la primera, la arbitrariedad con que estos oficiales aluden a la Carta Magna. No parece que se hayan echado la mano a la cartuchera mientras el paro se dispara en España, aumentan la miseria y las desigualdades, no se respetan los derechos fundamentales de la mayoría y nuestro país ha vendido su soberanía política y económica a la OTAN, la UE y el FMI. Y visto que parece que la unidad de España les preocupa más a nuestros oficiales que los propios españoles, tal vez sería lícito preguntarles, dado que parecen dispuestos a ello: ¿cuántos compatriotas estarían dispuestos a sacrificar por mantener la unidad territorial de nuestro país?
No espero respuesta. Pero defiendo que se sigan expresando libremente, para que los demás sepamos al menos a qué atenernos. Que hablen todos, el gobierno, los empresarios, los banqueros, el Rey. Que hablen.

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