Los llamados papeles de Bárcenas
no son otra cosa que el inventario de lo que ha ocurrido en nuestro
país desde el advenimiento de la democracia. Dan al traste de golpe
con la teoría de las manzanas podridas y muestran no sólo que la
corrupción política y económica ha sido generalizada en la piel de
toro, sino que todo el modelo en el que se basó la forma de gobierno
salida de la Transición se ha aposentado sobre esas bases podridas
que ahora se desmoronan.
Esos papeles son el inventario de la
relación orgánica que la oligarquía económica guarda con el que
es, por naturaleza, su partido
político. Y son, también, el inventario de la ideología de la
derecha, como muy bien la resumió una vez el inefable y bronceado
Eduardo Zaplana: estamos en esto para forrarnos.
Todas esas cuentas parten de una
premisa fundamental: ya que los políticos, en las sociedades
capitalistas avanzadas, no son más que meros representantes del
poder económico, merecerían al menos una compensación por cargar
con todas las culpas y la ira de la opinión pública, dada su
desagradable función de cortafuegos entre dicha opinión pública,
alentada en su tarea de distracción por los medios de comunicación,
y el poder real. Los sobresueldos no son más que esa compensación.
Bárcenas es al PP lo que Urdangarín
a la corona: la prueba viva de que su corrupción no ha sido algo
accesorio, sino su característica esencial. Si su reacción no ha
sido pareja es porque, muy probablemente, el yernísimo aún espera
que su familia política, y todo el andamiaje que los sostiene, le
libre de la cárcel, mientras que el ex-tesorero, una vez ha
comprobado que los suyos han decidido sacrificarle en aras del bien
superior del partido, ha decidido aplicar la política de tierra
quemada, alentado sin duda por oscuros personajes cuyos intereses
sorprenden por su cortoplacismo y su falta de perspectivas.
Porque no se entiende muy bien en
qué beneficia a Esperanza Aguirre, por ejemplo, ni a Pedro J.
Ramírez, la voladura de su partido político. Es más que evidente
el ansia de poder de la lideresa,
pero resulta muy poco factible imaginarla como posible presidenta del
gobierno. Tiene demasiada porquería escondida debajo de la alfombra
como para suponer que, más temprano que tarde, no vaya a salpicarle
a ella una vez se ha desatado el ventilador. Lo mismo pasa con el
periodista, cuyo imperio se encuentra en grave crisis. Ya no son los
90, por más que intente de nuevo presentarse a sí mismo como el
gran investigador de las cloacas del Estado sin otro interés que la
verdad. Eso ya no cuela. Sin embargo, con semejantes personajes
presentándose a sí mismos como adalides de la justicia, no puede
dejar de haber algo que huela a chamusquina.
Mientras tanto, el gobierno pretende
sostenerse en su monolitismo, parapetado tras el ABC, Intereconomía
y La Razón, que, ellos sí, son plenamente conscientes de que la
ruptura de su partido dejaría un gravísimo vacío, no sólo en la
derecha, sino en el régimen en general. De ahí su defensa
numantina, que alcanza lo grotesco, de su líder político. Sin
embargo, ese monolitismo del que presumen Rajoy y los suyos no hace
más que agravar la erosión a ojos de los ciudadanos de todas las
instituciones surgidas tras el franquismo, y precipitan su
descomposición. Me van a perdonar las metáforas, pero es que este
país apesta a cadáver, a basura de hace un mes, a rata muerta, y
esto no se va ni con desodorante.
Es una situación paradójica la que
padecemos, pues, si es cierto, como sugiere El Diario, que Rajoy
hubiera incurrido en delitos que podrían llevarle a la cárcel, más
cerrado será su afán por mantenerse en el cargo con tal de
evitarla, y más dañada quedará su legitimidad, con lo cual, por
otro lado, más molesto les resultará en la presidencia a la Unión
Europea y a Washington, pues mayor será su dificultad para aplicar
las medidas de la troika, ya de por sí impopulares. Es por eso que
el caso Bárcenas ha desbaratado de repente el plan auspiciado por
las instituciones del capital financiero internacional, y que ya se
aplica en otros países, como Grecia o Italia: la creación de un
gobierno de salvación nacional
en el que colaboren mano a mano la derecha y los socialdemócratas.
De hecho, el PSOE y las cúpulas de los sindicatos ya habían dado
pasos para la formación, aunque fuera de tapadillo, de dicho
gobierno. El acuerdo entre Rubalcaba y Rajoy para la cumbre europea
de junio fue el último episodio de ese proceso. El estallido del
caso ha provocado la sorpresa del líder del PSOE, que se ha visto
obligado a romper lazos con el gobierno. Que no exija la convocatoria
de elecciones anticipadas, sino el mero reemplazo de Rajoy, es
síntoma evidente de que las decisiones del partido socialista no se
toman en Ferraz, sino en Bruselas. Sencillamente buscan otro
interlocutor con el cual negociar, una vez incapacitado completamente
el actual presidente, y así poder llevar a cabo con una cierta
legitimidad institucional -escasa, por otro lado- los planes de la
troika, como ocurre en Atenas o en Roma.
Es bochornoso, una vez más en la
historia de este país, el papel de la “izquierda”, de aquéllos
que se suponen representantes de los trabajadores. Tanto el PSOE
como los líderes sindicales no cumplen más que el papel de meros
espectadores en este drama en el cual el pueblo, descabezado, se
choca una y otra vez contra un muro en su lucha desesperada, mientras
que ellos nos observan impasibles desde la grada. En cuanto a IU, se
echa de menos un discurso mucho más coherente, a la altura de los
tiempos, y sobre todo una praxis acorde. No basta el mero cálculo
electoral, con la que está cayendo. No basta con la convocatoria de
elecciones; hay que ir más allá: hay que exigir la apertura de un
proceso constituyente que acabe de una vez por todas con este régimen
que nos conduce al desastre. Hay que ir en serio a por la república.
No es suficiente con ondear las banderas tricolor en las
manifestaciones: hay que romper con todas las instituciones que nos
atenazan, dentro y fuera de nuestro país. Ya está bien de
prorrogarlo. El momento es ahora.
O no será nunca.
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