Que el gobierno de los Estados Unidos y sus peleles europeos se
resistan, por la cuenta que les trae, a llamarlo por su nombre, no
quita que lo que haya ocurrido en Egipto sea eso mismo que no se
atreven a nombrar: un golpe de Estado como la copa de un pino. A la
vieja usanza, al estilo de Pinochet, Videla, Suharto o el Sha de
Persia, todos ellos grandes aliados de los americanos. Todos ellos
grandes asesinos.
Sólo hace dos años que tuvo lugar el levantamiento popular que
derrocó a Hosni Mubarak, y las cosas parecen haber vuelto
dramáticamente a su punto de partida. Tras el breve y desastroso
ínterin de los Hermanos Musulmanes en el gobierno, con su sharia
y su sumisión al FMI, los militares retornan al poder. Lo que
no se atreven a decir los líderes políticos, lo hacen sus voceros
de la prensa: el viernes pasado el Wall Street Journal
defendía un Pinochet para Egipto. Los intereses económicos son lo
primero. Que para mantenerlos tenga que haber un baño de sangre es
algo completamente accesorio. ¿O acaso no ha sido así decenas de
veces antes? La culpa la tienen los pueblos, que no saben lo que
votan. Es preciso corregirlos.
No son otra cosa los asesinatos en masa, las cárceles clandestinas y
los campos de concentración en estadios: medidas correctoras.
La “comunidad internacional”,
que contempla con silencio cómplice la suspensión de la
Constitución, el desmantelamiento del parlamento, el arresto del
presidente salido de las urnas y la matanza de sus seguidores por
parte de los militares, admite que se convoquen nuevas elecciones
dentro de seis meses, a ver si para entonces el pueblo ya ha
aprendido la lección y vota lo que debe.
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