lunes, 15 de abril de 2013

Ding, dong, the witch is dead


 La bruja ha muerto. La lloran los especuladores en la City, los explotadores del trabajo ajeno del mundo entero, los oligarcas del Este y los políticos liberales de todas partes, entre ellos los nuestros, que cierran escuelas y hospitales mientras abren casinos. La lloraría también, si no fuese porque lleva más de seis años pudriéndose en el infierno, su gran amigo y admirado Augusto Pinochet, ese gran liberal que introdujo el libre mercado en su país al tiempo que introducía a sus compatriotas en campos de concentración a lo largo de la estrecha geografía de su país, y esparcía cadáveres de demócratas desde la Tierra de Fuego hasta el desierto de Atacama mientras el capital internacional se repartía las riquezas de su patria.
La bruja ha muerto. Lo han celebrado de forma espontánea, de Glasgow a Madrid, trabajadores, sindicalistas, estudiantes y todos aquéllos que gozan aún de buena memoria o simplemente saben reconocer que dos más dos son igual a cuatro, y que políticas de desregulación de los mercados más privatizaciones son igual a crisis perpetuas y pobreza generalizada. Otros, incluidas muchas de las víctimas de sus políticas económicas y políticas, asisten sumisamente indiferentes al espectáculo tras más de treinta años sufriendo sobre sus espaldas tantos recortes, bajadas de sueldo, paro masivo y desindustrialización. Y estamos también los escépticos, los que entendemos la alegría de las víctimas, pero pensamos que, hoy por hoy, realmente no hay nada que celebrar, pues aunque la bruja ha muerto, sus hechizos continúan.
Freedom fighter” la denominaba esta semana en su portada The Economist, vocero de la oligarquía económica internacional. Luchadora por la libertad. Luchadora, sin duda, por su libertad: la de los especuladores financieros, para poder desplazarse libremente por todo el orbe destrozando economías de países enteros y llevando a millones de trabajadores al paro y a la precariedad laboral, cuando no directamente a la miseria y al desamparo más absoluto. Otro luchador por la libertad para estos liberales de nuevo cuño fue Pinochet, ese gran demócrata que ya he mencionado arriba, quien se vio obligado, el pobre, a sumir a su pueblo en el terror porque se empeñaba, como decía Nixon, en votar a quien no debía. Perdonen que insista en el término utilizado por The Economist, pero no me parece baladí. Freedom fighters era la denominación empleada en los años 80 por la administración Reagan, alter ego de Thatcher al otro lado del Atlántico, para referirse a los talibanes afganos mientras los armaba hasta los dientes, así como a los terroristas de la Contra nicaragüense, a los escuadrones de la muerte salvadoreños y a la junta militar guatemalteca. Todos estos campeones de los derechos humanos le hicieron un gran favor a la causa liberal eliminando, literalmente, a la izquierda en sus respectivos países y llevando, como todos sabemos, la paz, la libertad y la opulencia a sus pueblos. Que se lo pregunten, por ejemplo, a las mujeres afganas, que si no practican el top-less en su país es porque no tiene playas.
También nadan en la riqueza, tengo entendido, los ciudadanos de los países del Este. Por lo menos los oligarcas mafiosos que fueron más rápidos que sus colegas del Oeste en hacerse con los recursos de sus Estados tras las privatizaciones, los traficantes de drogas, armas, órganos o mujeres y los cuatro o cinco, de los millones de que han tenido que abandonar sus países por la falta de trabajo, que hayan hecho fortuna fuera de ellos. La gran misión histórica de la santísima trinidad liberal, Thatcher, Reagan y Juan Pablo II, fue acabar con el comunismo. Dentro de sus fronteras, liquidando a los sindicatos. Fuera de ellas, con el apoyo de todas las dictaduras militares latinoamericanas sin excepción, así como de grupos paramilitares y escuadrones de la muerte varios, y de los talibanes afganos. Y en los países de la órbita soviética, con el de disidentes políticos que, una vez tomaron el poder, desguazaron sus naciones poniéndolas en venta al mejor postor. La santísima trinidad liberal, ayudada de los Walesa, Havel, Gorbachov o Yeltsin, liberó a los pueblos del Este del comunismo para ponerlos rumbo al tercer mundo. ¿Sorprenderá a alguien todavía saber que, mientras Mijail Gorbachov recibía el premio Nobel de la Paz (ese gran galardón que cada año cobra más prestigio, y que ya lo dan hasta de manera preventiva, como a Obama), era cada vez más repudiado en su país, o que Lech Walesa, que se dedica a dar charlas por el mundo a precio de oro, recibió menos del 1% de los votos la tercera vez que se presentó a las elecciones en el suyo, en 2000?
En todo caso, se trataba de la libertad. Y, como aseguraba en los 80 John Gray, ideólogo de cabecera de la señora Thatcher, hasta el más pobre de los mendigos de Londres era más libre que cualquier funcionario del Estado soviético, aunque éste tuviese asegurado de por vida un techo bajo el cual dormir, un trabajo, el derecho a que le fuese tratada de manera gratuita cualquier enfermedad, una educación igualmente gratuita hasta la universidad, vacaciones pagadas y una pensión de jubilación. Ésa es la concepción de la libertad de estos ultraliberales (entre los que ya no se encuentra, es justo decirlo, el propio John Gray, que hace años renegó de su credo), y desde luego que se esfuerzan en aplicarla. Sin casa, sin trabajo, sin sanidad, sin escuela, sin pensiones, sin vacaciones, pero eso sí, somos libres. Y si no somos ricos es porque no queremos, o peor, porque no podemos. Otro dogma de la Thatcher: su darwinismo social (o más bien, antisocial) exacerbado, llevado al límite del empirismo radical, tan British, de negar la existencia de la sociedad más allá de la mera suma de sus componentes humanos, cuya principal obligación sería extender su libertad y su riqueza cuanto pudiesen, en constante pugna con los demás. En esta utopía liberal no cabrían la solidaridad, ni el amparo social de los más necesitados, pues al fin y al cabo ellos se lo habrían buscado por incapaces, y toda restricción a la voracidad por parte del Estado sería vista como una coartación injustificable propia de regímenes totalitarios.
Hay que decir, por si alguno no se había dado cuenta todavía, que la utopía ultraliberal se tornó pesadilla para la mayoría de la población, como no podía ser de otra manera. Y es que basta con leer a otro gran autor inglés, Thomas Hobbes, para comprender por qué el libre mercado no puede más que desembocar en el caos.
Y en ese caos seguimos, veintitrés años después de que los tories británicos decidieran hacer el harakiri a la Dama de Hierro para que sus políticas pudieran seguir adelante sin ella. Muerto el perro, continuó la rabia.
Por eso no brindaré con champán.
Lo he guardado para la victoria de Nicolás Maduro.

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