La bruja ha muerto. La lloran los especuladores en la City, los
explotadores del trabajo ajeno del mundo entero, los oligarcas del
Este y los políticos liberales
de todas partes, entre ellos los nuestros, que cierran escuelas y
hospitales mientras abren casinos. La lloraría también, si no fuese
porque lleva más de seis años pudriéndose en el infierno, su gran
amigo y admirado Augusto Pinochet, ese gran liberal que introdujo el
libre mercado en su país al tiempo que introducía a sus
compatriotas en campos de concentración a lo largo de la estrecha
geografía de su país, y esparcía cadáveres de demócratas desde
la Tierra de Fuego hasta el desierto de Atacama mientras el capital
internacional se repartía las riquezas de su patria.
La bruja ha muerto. Lo han celebrado
de forma espontánea, de Glasgow a Madrid, trabajadores,
sindicalistas, estudiantes y todos aquéllos que gozan aún de buena
memoria o simplemente saben reconocer que dos más dos son igual a
cuatro, y que políticas de desregulación de los mercados más
privatizaciones son igual a crisis perpetuas y pobreza generalizada.
Otros, incluidas muchas de las víctimas de sus políticas económicas
y políticas, asisten sumisamente indiferentes al espectáculo tras
más de treinta años sufriendo sobre sus espaldas tantos recortes,
bajadas de sueldo, paro masivo y desindustrialización. Y estamos
también los escépticos, los que entendemos la alegría de las
víctimas, pero pensamos que, hoy por hoy, realmente no hay nada que
celebrar, pues aunque la bruja ha muerto, sus hechizos continúan.
“Freedom fighter” la
denominaba esta semana en su portada The Economist,
vocero de la oligarquía económica internacional. Luchadora
por la libertad. Luchadora, sin
duda, por su libertad:
la de los especuladores financieros, para poder desplazarse
libremente por todo el orbe destrozando economías de países enteros
y llevando a millones de trabajadores al paro y a la precariedad
laboral, cuando no directamente a la miseria y al desamparo más
absoluto. Otro luchador por la libertad para estos liberales de nuevo
cuño fue Pinochet, ese gran demócrata que ya he mencionado arriba,
quien se vio obligado, el pobre, a sumir a su pueblo en el terror
porque se empeñaba, como decía Nixon, en votar a quien no debía.
Perdonen que insista en el término utilizado por The
Economist, pero no me parece
baladí. Freedom fighters
era la denominación empleada en los años 80 por la administración
Reagan, alter ego de
Thatcher al otro lado del Atlántico, para referirse a los talibanes
afganos mientras los armaba hasta los dientes, así como a los
terroristas de la Contra nicaragüense, a los escuadrones de la
muerte salvadoreños y a la junta militar guatemalteca. Todos estos
campeones de los derechos humanos le hicieron un gran favor a la
causa liberal eliminando, literalmente, a la izquierda en sus
respectivos países y llevando, como todos sabemos, la paz, la
libertad y la opulencia a sus pueblos. Que se lo pregunten, por
ejemplo, a las mujeres afganas, que si no practican el top-less en su
país es porque no tiene playas.
También nadan en la riqueza, tengo
entendido, los ciudadanos de los países del Este. Por lo menos los
oligarcas mafiosos que fueron más rápidos que sus colegas del Oeste
en hacerse con los recursos de sus Estados tras las privatizaciones,
los traficantes de drogas, armas, órganos o mujeres y los cuatro o
cinco, de los millones de que han tenido que abandonar sus países
por la falta de trabajo, que hayan hecho fortuna fuera de ellos. La
gran misión histórica de la santísima trinidad liberal, Thatcher,
Reagan y Juan Pablo II, fue acabar con el comunismo. Dentro de sus
fronteras, liquidando a los sindicatos. Fuera de ellas, con el apoyo
de todas las dictaduras militares latinoamericanas sin excepción,
así como de grupos paramilitares y escuadrones de la muerte varios,
y de los talibanes afganos. Y en los países de la órbita soviética,
con el de disidentes políticos que, una vez tomaron el poder,
desguazaron sus naciones poniéndolas en venta al mejor postor. La
santísima trinidad liberal, ayudada de los Walesa, Havel, Gorbachov
o Yeltsin, liberó a los pueblos del Este del comunismo para ponerlos
rumbo al tercer mundo. ¿Sorprenderá a alguien todavía saber que,
mientras Mijail Gorbachov recibía el premio Nobel de la Paz (ese
gran galardón que cada año cobra más prestigio, y que ya lo dan
hasta de manera preventiva, como a Obama), era cada vez más
repudiado en su país, o que Lech Walesa, que se dedica a dar charlas
por el mundo a precio de oro, recibió menos del 1% de los votos la
tercera vez que se presentó a las elecciones en el suyo, en 2000?
En todo caso, se trataba de la
libertad. Y, como aseguraba en los 80 John Gray, ideólogo de
cabecera de la señora Thatcher, hasta el más pobre de los mendigos
de Londres era más libre que cualquier funcionario del Estado
soviético, aunque éste tuviese asegurado de por vida un techo bajo
el cual dormir, un trabajo, el derecho a que le fuese tratada de
manera gratuita cualquier enfermedad, una educación igualmente
gratuita hasta la universidad, vacaciones pagadas y una pensión de
jubilación. Ésa es la concepción de la libertad de estos
ultraliberales (entre los que ya no se encuentra, es justo decirlo, el propio John Gray, que hace años renegó de su credo), y desde luego que se
esfuerzan en aplicarla. Sin casa, sin trabajo, sin sanidad, sin
escuela, sin pensiones, sin vacaciones, pero eso sí, somos libres. Y
si no somos ricos es porque no queremos, o peor, porque no podemos.
Otro dogma de la Thatcher: su darwinismo social (o más bien,
antisocial) exacerbado, llevado al límite del empirismo radical, tan
British, de negar la
existencia de la sociedad más allá de la mera suma de sus
componentes humanos, cuya principal obligación sería extender su
libertad y su riqueza cuanto pudiesen, en constante pugna con los
demás. En esta utopía liberal no cabrían la solidaridad, ni el
amparo social de los más necesitados, pues al fin y al cabo ellos se
lo habrían buscado por incapaces, y toda restricción a la voracidad
por parte del Estado sería vista como una coartación injustificable
propia de regímenes totalitarios.
Hay que decir, por si alguno no se
había dado cuenta todavía, que la utopía ultraliberal se tornó
pesadilla para la mayoría de la población, como no podía ser de
otra manera. Y es que basta con leer a otro gran autor inglés,
Thomas Hobbes, para comprender por qué el libre mercado no puede más
que desembocar en el caos.
Y en ese caos seguimos, veintitrés años después de que los tories británicos decidieran hacer el harakiri a
la Dama de Hierro para
que sus políticas pudieran seguir adelante sin ella. Muerto el
perro, continuó la rabia.
Por eso no brindaré con champán.
Lo he guardado para la victoria de
Nicolás Maduro.
Muy bueno, tío.
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