sábado, 29 de junio de 2013

La batalla semántica

Todo proceso histórico viene acompañado de tensiones y enfrentamientos. Por su propia naturaleza, las sociedades históricas llevan la contradicción en su seno, y con ella, el germen de su propia destrucción. Los múltiples combates derivados de tales tensiones se muestran en todos los niveles de la realidad, estableciendo relaciones entre sí, a veces de manera confusa, otras, de forma más palmaria. Y en ese enfrentamiento general existen siempre diversas posiciones ideológicas que expresan intereses sociales, económicos y políticos distintos, que a su vez conllevan concepciones diferentes del mundo y de cómo debería organizarse la sociedad en virtud de dichos intereses. Por último, existe también una batalla semántica, en tanto que el lenguaje nunca es neutral, sino que sus juegos obedecen siempre a relaciones de fuerza, y dado también que el significado de las palabras refleja también la concepción del mundo de aquéllos que poseen el poder para modificarlo e imponerlo a los demás.
De esta manera, así como Louis Althusser nos mostró que el ámbito de los filósofos dentro del combate sería el plano teórico, el de los escritores, hoy en día más que nunca, habrá de ser el plano semántico.
Dicho de otra forma: el compromiso de los escritores que entiendan su obra como una pequeña contribución a la tarea más general de la emancipación de los desposeídos frente a la guerra, la explotación y la barbarie, ha de pasar, aquí y ahora, por un desenmascaramiento del lenguaje del poder y, sobre todo, por una recuperación de la palabra como ámbito de desvelamiento liberador.
Y una de las palabras alrededor de las cuales, aquí y ahora, el poder oligárquico articula en nuestro país su discurso legitimador, y sus medios de persuasión repiten ad nauseam, es la de “emprendedor”.
La mitología liberal ha elevado la categoría del “empresario” o el “emprendedor” (en francés, por ejemplo, ambas palabras corresponden a una sola, entrepreneur), al status de semidiós alrededor del cual bascula el progreso económico. Él sería la parte activa de la economía, y el trabajador su contrapeso pasivo. Es el caso, por ejemplo, de Joseph Schumpeter, quien, en una suerte de darwinismo social, entendería el carácter positivo de las crisis en tanto que servirían a la economía para soltar lastre, dejando atrás a las empresas menos innovadoras, y permitiendo a las más avanzadas alcanzar mayor cuota de mercado. En esta visión idílica del libre mercado no existe jamás mención alguna a la explotación del trabajo ajeno, ni a la tendencia natural del capitalismo a la inestabilidad y los oligopolios. Sorprende que, a pesar de que a la luz de los acontecimientos históricos las tesis schumpeterianas se han demostrado falaces, hoy en día aparecen por doquier.
Como pequeño apunte histórico, añadir que, por ejemplo, la gran crisis económica de los años 30 no se superó gracias a los “innovadores”, sino a las grandes posibilidades que generó la reconstrucción de Europa tras la devastación producida por la II Guerra Mundial y a la decidida intervención del Estado en la economía para, precisamente, poner límites al libre mercado, lo que posibilitó en Occidente una situación de bienestar material inédita hasta entonces, y que no se ha vuelto a repetir.
Así, el capitalismo actual reconoce como sus héroes a personajes como Bill Gates y Steve Jobs, si bien el discurso liberal incide en su capacidad innovadora, que está fuera de toda duda, pero olvida aspectos fundamentales en su acceso hasta el Olimpo de los negocios, como son sus prácticas monopolísticas, la externalización de sus fábricas a China, donde sus trabajadores sufren condiciones laborales infrahumanas, y sus relaciones orgánicas con los gobiernos y el capital financiero, sin las cuales sus imperios no hubieran sido posibles.
Existen sectores donde la innovación es espectacular, pero no merecen la misma atención que en el caso de la informática, ni en el imaginario colectivo ni en la economía. Uno sería el de las energías renovables, que en nuestro país, por ejemplo, está sufriendo una desinversión importante. Otro, el de la biología, cuyos avances, más silenciosos pero sin duda más relevantes, no despiertan sin embargo el mismo interés de inversores y especuladores, aunque sus consecuencias podrían ser infinitamente más beneficiosas para el ser humano, en tanto que capaces de curar infinidad de enfermedades. ¿Por qué no es así? Por una cuestión muy evidente: el motor de la economía, dentro de un modelo capitalista, no es la innovación, sino el beneficio, cuanto mayor y más inmediato, mejor.
A pesar de ello, esta especie de neoschumpeterianismo que nos invade, y que se muestra como una verdad irrefutable, pretende hacernos creer, de forma machacona y constante, que el motor de la economía actual está en la innovación, cuando realmente lo que caracteriza a nuestra época es la preeminencia brutal del capital especulativo sobre el productivo, tendencia que provoca que la economía capitalista acumule burbuja tras burbuja. Y mientras tanto, por todas partes se nos incita a que “emprendamos”, a que “seamos nuestros propios jefes”, a que “innovemos”. ¿A qué se debe este discurso omnipresente, que cuenta ya incluso con una asignatura en la educación obligatoria?
Intentaremos analizarlo en el siguiente artículo.

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