Todo proceso histórico viene acompañado de tensiones y
enfrentamientos. Por su propia naturaleza, las sociedades históricas
llevan la contradicción en su seno, y con ella, el germen de su
propia destrucción. Los múltiples combates derivados de tales
tensiones se muestran en todos los niveles de la realidad,
estableciendo relaciones
entre sí, a veces de manera confusa, otras, de forma más palmaria.
Y en ese enfrentamiento general existen siempre diversas posiciones
ideológicas que expresan intereses sociales, económicos y políticos
distintos, que a su vez conllevan concepciones diferentes del mundo y
de cómo debería organizarse la sociedad en
virtud de dichos intereses.
Por último, existe también una batalla semántica, en tanto que el
lenguaje nunca es neutral, sino que sus juegos obedecen siempre a
relaciones de fuerza, y dado también que el significado de las
palabras refleja también la concepción del mundo de aquéllos que
poseen el poder para modificarlo e imponerlo a los demás.
De esta manera, así como Louis
Althusser nos mostró que el ámbito de los filósofos dentro del
combate sería el plano teórico, el de los escritores, hoy en día
más que nunca, habrá
de ser el plano semántico.
Dicho de otra forma: el compromiso
de los escritores que entiendan su obra como una pequeña
contribución a la tarea más general de la emancipación de los
desposeídos frente a la guerra, la explotación y la barbarie, ha de
pasar, aquí y ahora, por un
desenmascaramiento del lenguaje del poder y, sobre todo, por una
recuperación de la palabra como ámbito de desvelamiento liberador.
Y una de las palabras alrededor de
las cuales, aquí y ahora, el poder oligárquico articula en nuestro
país su discurso legitimador, y sus medios de persuasión repiten ad
nauseam, es la de “emprendedor”.
La mitología liberal ha elevado la
categoría del “empresario” o el “emprendedor” (en francés,
por ejemplo, ambas palabras corresponden a una sola, entrepreneur),
al status de semidiós alrededor del cual bascula el progreso
económico. Él sería la parte activa de la economía, y el
trabajador su contrapeso pasivo. Es el caso, por ejemplo, de Joseph
Schumpeter, quien, en una suerte de darwinismo social, entendería el
carácter positivo de las crisis en tanto que servirían a la
economía para soltar lastre, dejando atrás a las empresas menos
innovadoras, y permitiendo a las más avanzadas alcanzar mayor cuota
de mercado. En esta visión idílica del libre mercado no existe
jamás mención alguna a la explotación del trabajo ajeno, ni a la
tendencia natural del capitalismo a la inestabilidad y los
oligopolios. Sorprende que, a pesar de que a la luz de los
acontecimientos históricos las tesis schumpeterianas se han
demostrado falaces, hoy en día aparecen por doquier.
Como pequeño apunte histórico,
añadir que, por ejemplo, la gran crisis económica de los años 30
no se superó gracias a los “innovadores”, sino a las grandes
posibilidades que generó la reconstrucción de Europa tras la
devastación producida por la II Guerra Mundial y a la decidida
intervención del Estado en la economía para, precisamente, poner
límites al libre mercado, lo que posibilitó en Occidente una
situación de bienestar material inédita hasta entonces, y que no se
ha vuelto a repetir.
Así, el capitalismo actual reconoce
como sus héroes a personajes como Bill Gates y Steve Jobs, si bien
el discurso liberal incide en su capacidad innovadora, que está
fuera de toda duda, pero olvida aspectos fundamentales en su acceso
hasta el Olimpo de los negocios, como son sus prácticas
monopolísticas, la externalización de sus fábricas a China, donde
sus trabajadores sufren condiciones laborales infrahumanas, y sus
relaciones orgánicas con los gobiernos y el capital financiero, sin
las cuales sus imperios no hubieran sido posibles.
Existen sectores donde la innovación
es espectacular, pero no merecen la misma atención que en el caso de
la informática, ni en el imaginario colectivo ni en la economía.
Uno sería el de las energías renovables, que en nuestro país, por
ejemplo, está sufriendo una desinversión importante. Otro, el de la
biología, cuyos avances, más silenciosos pero sin duda más
relevantes, no despiertan sin embargo el mismo interés de inversores
y especuladores, aunque sus consecuencias podrían ser infinitamente
más beneficiosas para el ser humano, en tanto que capaces de curar
infinidad de enfermedades. ¿Por qué no es así? Por una cuestión
muy evidente: el motor de la economía, dentro de un modelo
capitalista, no es la innovación, sino el beneficio, cuanto mayor y
más inmediato, mejor.
A pesar de ello, esta especie de
neoschumpeterianismo que
nos invade, y que se muestra como una verdad irrefutable, pretende
hacernos creer, de forma machacona y constante, que el motor de la
economía actual está en la innovación, cuando realmente lo que
caracteriza a nuestra época es la preeminencia brutal del capital
especulativo sobre el productivo, tendencia que provoca que la
economía capitalista acumule burbuja tras burbuja. Y mientras tanto,
por todas partes se nos incita a que “emprendamos”, a que “seamos
nuestros propios jefes”, a que “innovemos”. ¿A qué se debe
este discurso omnipresente, que cuenta ya incluso con una asignatura
en la educación obligatoria?
Intentaremos analizarlo en el
siguiente artículo.
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