Produce sonrojo que haya tenido que ser una institución tan opaca y
corrupta como el Comité Olímpico Internacional la responsable de
poner un poco de cordura en el inmenso desatino que suponía el hecho
de que una ciudad cuya deuda asciende a 7000 millones de euros,
capital de un país hundido en una gravísima crisis económica e
institucional, ahogado por la corrupción y sumido en un duro proceso
de descomposición social y territorial, se prestase a organizar unos
juegos olímpicos. Esa cordura que no han tenido ni el Partido
Socialista ni las cúpulas sindicales, pata izquierda de un régimen
que, en su particular huida hacia adelante, hacia ningún sitio, no
tiene otra que agarrarse a todo tipo de burbujas, inmobiliarias,
especulativas o propagandísticas de última hora para mantenerse en
pie aunque sea cojeando.
Que los grandes acontecimientos deportivos han servido en la mayoría
de los casos como inmensos espectáculos de propaganda de los
gobiernos que los han organizado es algo tan palmario y evidente que
no haría falta ni mencionarlo si no fuera porque, en el caso de la
candidatura de Madrid 2020, dicha evidencia ha alcanzado el cénit de
lo grotesco. La banda de gángsters que nos gobiernan se han agarrado
a ella como a un clavo ardiendo, no sólo por los beneficios
económicos que reportarían a sus amiguetes, sino sobre todo porque
necesitan urgentemente una burbuja con la que tener entretenida a la
prole mientras se destruyen sus derechos y sus condiciones de vida.
Los regímenes autoritarios, y el nuestro lo es cada vez más,
tienden a tirar, cuando carecen de legitimidad democrática, del
gregarismo más embrutecedor y elemental para someter a sus
poblaciones. El uso y abuso del deporte como espectáculo de masas es
uno de los más claros ejemplos de ello. Durante unos días,
políticos, empresarios y medios de comunicación, en perfecta
sintonía, han pretendido hacernos vivir en una burbuja que,
suponían, les iba a durar al menos siete años. Y no es sólo que,
muy probablemente, ellos mismos estaban convencidos de que la jugada
les saldría bien, sino que tenían comprometida en ella toda su
credibilidad política y social, dado que dicha credibilidad no la
pueden obtener por otros medios.
Decía Jean-Paul Sartre que la imagen que uno tiene de sí mismo se
forma a través de los demás. Por eso, durante las últimas semanas,
la euforia olímpica potenciada por el Poder se ha basado en una
suerte de autarquía mediática, muy al gusto de nuestra derecha, por
cierto, que ha intentado, de forma pueblerina, hacernos creer que
éramos los mejores lanzando mensajes intencionadamente falsos, y
creando falsas expectativas que sin duda no se correspondían con la
realidad. Pero el problema del solipsismo es que los demás existen.
Y una vez que nos hemos tenido que enfrentar a ellos, han puesto las
cosas en su sitio. Frente a la imagen deformada de
un todos unidos podemos
y de un país que con la mera ilusión iba a salir mañana
mismo de la crisis, el COI nos ha puesto de forma brusca frente al
espejo, y donde nos veíamos tan guapos aparece ahora el verdadero
rostro de nuestro país: una candidatura alentada por las
sanguijuelas que nos desangran día a día y presentada por una
comitiva hinchadísima formada por enchufados, corruptos, gañanes,
aristócratas y deportistas apesebrados, a la que, salvo los escasos
entusiastas reunidos borreguilmente en la Puerta de Alcalá, la
mayoría de la población ha respondido con desapego, indiferencia o
rechazo. Una vez rota la burbuja, descubrimos cómo nos ven los
demás: como un país ridículo incapaz de aprender de sus errores,
cuya clase gobernante, podrida, reparte cada vez menos pan y peor
circo entre una ciudadanía cada vez más desgastada que, ante la
falta de expectativas de cambio, opta cada vez más por el cinismo o
la huida en desbandada.
“España debe invertir sus recursos en materias más importantes
que unos juegos olímpicos”. Lo dijo un miembro del COI. Manda
narices.